Martiniano Caraballo Meñaca

Nació en Bocachica, pero se crió en Cartagena. Vivió en Panamá y fue capitán de embarcación, ayudó a fundar el colegio Barbacoas y sembró familia y recuerdos en Santa Ana y Ararca. Hoy es consejero, crucigramista y el papá-abuelo de Matías. 

Lo de Bocachica ocupa poco espacio en su memoria porque siendo niño se mudaron a una gran casa que su padre les construyó en el barrio Siete de Agosto, en Cartagena. 

Luego vino el golpe más duro: su madre murió cuando él iba a cumplir dieciséis años y ella tenía treinta y seis. “Mi papá fue un tipo muy bueno, nunca abandonó a sus hijos. Al contrario, cuando murió mi mamá nos unió mucho más”, recuerda.

Martiniano nos recibe en la terraza de su casa, en la calle principal de Ararca. Es la primera hora de la mañana y todo el que pasa, saluda. Martiniano les corresponde a todos, pregunta y se actualiza. Lácides Moreno, entero a sus ochenta y tres años, arrima hasta la puerta para preguntarle cómo siguió de la gripa que lo tenía disminuido el día anterior.

Martiniano hizo casi toda la primaria en el colegio Antonio Nariño, en el Centro Histórico, y luego pasó al Liceo de Bolívar, con fama de ser el mejor de la ciudad. En vacaciones venía apenas podía a Ararca, donde un tío mantenía una tienda en la misma calle donde hoy vive.  

Ararca era entonces no un pueblo, sino una calle larga con casas de palma y paredes de boñiga y bahareque. Pero al pequeño Martiniano le encantaba estar por acá.  No estaba en sus planes vivir aquí, le faltaba mucha vida y experiencias para que eso ocurriera.

Panamá y la mercancía

Se fue joven a Panamá, cuando la cédula colombiana era suficiente para establecerse. Fueron unos ocho años de oficios varios y buenas vivencias. Pero le picó el gusano del regreso.

Y aquí aprendió a navegar. “En esa época, a los veinticinco años, fui el más joven en obtener la licencia de la Capitanía de Puertos, para barcos de hasta 300 toneladas”. 

Fueron once años de estar al mando de embarcaciones. Aunque podía navegar desde Punta Gallinas, en la Guajira, hasta Cabo Tiburón, donde comienza el Darién, a lo que más se dedicó fue a traer mercancías desde Panamá, por Sapzurro.

Traía vajillas chinas, electrodomésticos, principalmente televisores, grabadoras, radios y licuadoras, que se vendían muy bien en Bocachica. Recuerda que también le encargaban mucho las sardinas Del Monte, un producto de Estados Unidos que se distribuía desde Panamá.

Entre tanto, en Bocachica tuvo su primera mujer, Bertha Díaz Castro, pero ella falleció en un parto. De esa relación le quedó su hija Claribel, la primera de siete que tuvo.

“Lo de las mercancías se puso pesado. Las empezaron a traer los grandes almacenes por volúmen y las ponían a buen precio, salían hasta más baratas que desde Panamá”, recuerda. 

“Cuando murió mi esposa seguí navegando y en una de esas me bajé aquí en unas fiestas patronales en Santa Ana, donde conocí a una muchacha, me enamoré y empecé a vivir con ella”. De esa relación nacieron cinco hijas.

De capataz a carpintero

Se estableció en Santa Ana. “Un amigo me puso en la pista para trabajar en la finca de don Julio Mario Santo Domingo: un año como capataz, electricista, carpintero y en lo que hubiera que hacer”.

Al mismo tiempo iba ganándose el respeto de sus vecinos de Santa Ana por su criterio y manera de enfocar las cosas. Fue electo secretario de la Junta de Acción Comunal, cuando Edgardo Pacheco era el presidente. Luego lo nombraron a él como presidente, en 1994, y lo reeligieron por otros cuatro años.

Así que cuando la Fundación Santo Domingo comenzó a operar en el territorio, la figura de Martiniano surgió pronto como uno de los líderes con quienes trabajar de la mano.

Lo llamaban, además, para realizar trabajos manuales, pero de manera puntual. Sin embargo, cada vez salían más necesidades. “Entonces el dos de mayo de 1995, doña Barbarita Gómez me anunció –Martiniano, desde hoy está trabajando fijo con nosotros–. Hasta cuando salí pensionado en 2019”.

Al principio compartía labores entre la clínica, las oficinas de la Fundación y en el Centro Pesquero, pero sobre todo en el colegio Barbacoas, que él había ayudado a fundar. 

Nace el colegio

“Un día con Edgardo vimos unos niños jugando en la calle. Edgardo me llamó la atención: –Hombre, ¿esos muchachos no deberían estar en el colegio?– ¡Y tenía razón! Llamamos a un niño y le preguntamos. -Lo que pasa es que allá no hay cupo porque no hay salones- nos contestó”.

Llegaron hasta el colegio oficial para hablar con el rector, quien les confirmó: ni salones ni profesores. 

Como líderes de la comunidad fueron a hablar con Marciano Puche, el recordado primer responsable de la Fundación Santo Domingo. Se gestionaron aulas nuevas para el colegio oficial. “Hasta una barraca como dormitorio de los profesores, porque muchas veces no podían llegar cuando llovía y el camino se ponía muy malo. Se les acondicionó con todo: hasta abanico y estufa”. 

Pero había diferencias de criterio y manejo con el rector y los propios profesores. “Cuando nos volvimos a reunir los líderes les dije a mis compañeros –¿Y qué tal si le pedimos a la Fundación un colegio?–. –La verdad que sí, es buena idea, lo peor es que nos digan que no–,  me dijeron”.

Nueva reunión con Marciano Puche, quien les pidió quince días. “Que va, antes de cumplirlos ya nos había resuelto con su Junta Directiva, pero nosotros teníamos que poner el terreno”. Pero los dos terrenos disponibles para la obra no sirvieron porque tenían mucho salitre.

Puche les sugirió escribir una carta a la Junta Directiva  para que les cediera un pedazo del terreno de la urbanización que se estaba levantando en las inmediaciones de la sede actual del colegio.

La petición les fue aprobada, pero el terreno era una fracción del actual. Martiniano recuerda divertido que la complicidad de Mariano fue clave para llevarlo a su tamaño actual, así como la confianza que tenían en él Pablo Obregón Gonzalez y su hijo, Pablo Obregón Santo Domingo, directivos de la Fundación.

Cada vez que había que hacer una aula nueva la iban levantando un poco más allá y Marciano contaba con que ante los hechos cumplidos y la utilidad de la obra los dos Pablos no iban a objetar nada. Y así fue, recuerda Martiniano.

Conforme crecía el colegio, lo hacían también sus necesidades de mantenimiento. Es decir, también el trabajo de Martiniano. Hasta tuvo que pedir un ayudante.

Luego vino el accidente de motocicleta. Martes 11 de noviembre de 2012, lo recuerda bien. Perdió una pierna. “Yo iba a salir pensionado por la incapacidad, pero la Fundación no aceptó: me dijo que iba a salir pensionado con mi tiempo regular, porque yo todavía era un tipo útil. –Te quedas, así sea riéndote allá en el kiosko–, me dijeron”. 

En aquella época Martiniano se había separado de la santanera por la que había venido a vivir a esta tierra. Y se enamoró de una ararquera. Duraron muchos años y le dió a su séptima hija, pero murió hace año y medio. Antes lo comprometió a no abandonar nunca a Matías, el nieto que una hija les había pedido criar.

“Él es mi compañero y yo soy todo para él. Me alegra, pero a veces me pone a rabiar porque quiere ser boxeador”. Matias, por supuesto, estudia en el colegio Barbacoas.

Compañía no le falta. En Ararca viven tres hijas, hijastros y nietos. Y sus compañeros de siempre: los periódicos, su biblioteca personal y los crucigramas “Entre más difíciles, mejor”.

A Cartagena va solo por diligencias, pero le fastidia. Mejor su Ararca y su terraza sembrada de matas. “Todo el mundo viene a donde mí, los del Consejo Comunitario, los de la Junta de Acción Comunal, para buscar un consejo o una asesoría. ¡Hasta de abogado les sirvo! Si Dios da vida y salud todavía hay mucho por hacer”.

La Barulera

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