ELIZABETH ARÉVALO O ARARCA EN UNA MUJER

Cuando ella nació, Ararca era una sola calle y los adultos aún recordaban cuando era puro monte. Escuchar la historia de esta matrona en su propia voz es también escuchar la historia de otras mujeres ararqueras, que lucharon por sus familias y hoy miran orgullosas cómo sus hijos, sus nietos y el pueblo han crecido fuertes y tenaces. 

“Mi nombre es Elizabeth Arévalo Hernández. El Arévalo de mi papá es un apellido muy ararquero. Ellos son de primera generación, de los que llegaron desde la hacienda Polonia. Él se llamaba José Miguel Arévalo y mi mamá, Nicola Hernández; ella era de Santa Ana y de allá se vino para Ararca a vivir con mi papá”.  

“Éramos once hermanos; mi madre tuvo doce, pero la mayor se murió. Después vino otra que se llamaba Margot, que en paz descanse; después vinieron Luis y Teófilo. En fin, éramos once y yo fui de las menores. Mi mamá a cada hijo que iba a bautizar se lo regalaba a los padrinos; a mí me bautizó a los diez años y me regaló a mi madrina en Blas de Lezo, en Cartagena”. 

“Allá me aguanté hasta que tuve unos quince años. Yo le ayudaba con la cocina y los oficios; pero poco iba al colegio. Hasta que me dije: –Esto no es un futuro para mí–”. Yo necesitaba trabajar tanto para mí como para ayudar a mi mamá, pero mi madrina no me daba nada”. 

“Ella iba al mercado y en uno de esos días yo dejé un caldero remojando con agua para lavarlo luego. Cuando en la noche ella regresó del mercado lo vio y me metió una cachetada que me dejó zumbando el oído. Al lado vivía una prima de mi mamá, así que en la mañana salí de ahí y busqué trabajo en Blas de Lezo; conseguí algo para hacer aseo. En esa época me pagaban como 300 pesos o algo así, por dos meses; eso ya era algo de plata”. 

“Yo me venía para la casa en diciembre; traía comida y ayudaba. Luego regresaba para Semana Santa y así sucesivamente todos los años. Una tía mía que vivía en Barranquilla me llevó al barrio El Prado, a una casa de familia. Me iba los domingos para donde mi tía y los lunes regresaba para mi trabajo”.

“Cuando tenía unos dieciocho años nos enamoramos con Orlando. Yo no quería un marido cartagenero porque uno no sabe donde va a llevar a los hijos, pero con un ararquero ya se sabe quién es el abuelo, la abuela y ya sabe para dónde va. Dos embarazos no llegaron a término, pero los otros dos sí”. 

Vida de pueblo

“Al regresar a Ararca me puse a hacer de todo para generar ingresos: vendía pescado o fritos, sancochaba yuca, hacía bolis y jugo, vendía cereza y corozo, buscaba cangrejos; A veces llevaba esos productos a Cartagena para venderlos ¡y mientras tanto los pelados creciendo! La mayor nació en 1978 y se llama Luz Ney; el menor, en 1982, y se llama Orlando Villero, que fue el presidente del Consejo Comunitario hasta hace poco. Ambos hicieron la primaria en Ararca, porque hasta ahí se llegaba, y el bachillerato en Santa Ana”.

“A mí me gustaba siempre estar metiéndome en todas las iniciativas; había una reunión de algo y yo estaba ahí. En esa época estaba un señor que se llamaba Guillermo, que era de Turbaco y vivía en Ararca: –Vamos Elizabeth, vamos para Caño del Oro, vamos para Santa Ana–. Y yo –¡Vamos!–. Nosotros fuimos los que armamos la casa donde ahora está el Centro de Desarrollo Infantil, amarrábamos hierro y arriábamos la arena y la china; eso originalmente era una casa para el adulto mayor, pero ahora lo quitaron y los dejaron en la calle”.

“Mi mayor orgullo de lo que he hecho es que trabajé dos años haciendo aseo en el puesto de salud de Ararca sin que nadie me diera un peso, como voluntaria, cuando apenas comenzaba a operar”.

(Con Elizabeth nos habíamos visto hace unos meses en una rancha en la playa de Coquito, donde hacía el sancocho para la comunidad en el Día del Pescador. Otro día estuvo con su uniforme para las fotos con el grupo de reciclaje. Para concertar la cita de esta entrevista hubo que hacer un juego del gato y el ratón porque ella no carga celular y la familia no lograba saber bien dónde estaba en cada momento. La conseguimos en la Casa del Adulto Mayor en Santa Ana, donde estaba cocinando para los abuelos del pueblo. Así es la vida cotidiana de esta líder comunitaria, que además es reconocida como la principal colaboradora de la iglesia de Ararca y que también ayuda con los adultos mayores, el comité de seguridad y el de emergencias del pueblo). 

Católica y parroquiana

“Yo era de las primeras que estaba metida en los temas católicos, incluso antes de que tuviéramos el templo propio. Antes nos reuníamos en Pasacaballos en retiros que iban de viernes y domingo con el padre Salvador, porque el párroco de allá es el que atiende en todo Barú. Nos juntábamos de las tres poblaciones que había entonces en Barú, también de Bocachica, Tierrabomba y Pasacaballos. Mejor dicho: toda la bahía. Esa tradición no siguió”.

“Si estuviera a mi alcance lo primero que haría sería arreglar el templo, porque le falta trabajo y está oscuro. Si yo alcanzara a poner los focos los pusiera, pero eso está muy alto. Además completaría la plaza alrededor de la iglesia. El espacio está disponible y además entiendo que están en proceso de comprar la casita de al lado para rodear toda la iglesia con esa plaza, que el pueblo no tiene”. 

“Yo siento que ahora casi nadie quiere ir a la iglesia ni a la misa. A veces nada más estamos la señora Mari, que vive enfrente; su vecina Julia; otra señora que cuando llega de la playa se acerca, y mi persona. Nada más. ¡Pero hay de que digan que van a dar algo porque ahí están todos los vecinos puntualmente! También hay mucho vecino que está en el culto evangélico, porque les parece mejor”.

¡A vivir la vida!

“Mi rutina es que los sábados o domingos me voy para la playa a trabajar y los días de semana vengo para acá, a Santa Ana. Paso mucho acá porque no tengo más nada que hacer en la casa. Me vengo en moto, pero cuando tenga plata, con la ayuda de Dios, me gustaría comprarme una cuatrimoto y venir suave desde Ararca”.

“El trabajo mío en la playa ya no sirve como antes. En la playa vendo ropa, zapatos de baño para el turista, caretas para bucear, pantalonetas, vestidos de baño, toallas. Pero ya no da porque hay muchos vendedores; competencia que no es solo de ararqueros y santaneros, sino también de Pasacaballos y el resto de Cartagena. Mejor dicho: de todos lados”.

“La hija y el hijo me ayudan económicamente. De ellos tengo tres nietos: Orlan Andrés, Oriana Isabel y Doriana; y una bisnieta, que se llama Doriani. El Ararca de mi infancia era mejor que el de ahora: había más respeto. Antes los papás estaban pendientes de a dónde iba uno y solo con la mirada le hablaban: –No señor, usted no va para ninguna parte, ¡atrás!–. Un día me llevé a Cartagena al nieto mío. Cuando estábamos en un almacén se iba a poner de necio con las cosas y yo le hice una de esas miradas y enseguida me acogió. Algo han aprendido”.

“Aún estoy joven, con salud y dura para hacer y trabajar donde sea. El 10 de mayo cumplí sesenta y dos años y aún quiero hacer muchas cosas. La casa donde vivo ahora la levanté yo misma, queda frente a donde está mi hijo. Yo ya los crié y nos separamos con el papá. Ahora vivo sola y la paso muy bien, no quisiera meterme con nadie más. ¡A mí mejor déjenme vivir!”.

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La Barulera

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