REINALDO TORRES DÍAZ Y SU MEDICINA ANCESTRAL

En el poblado de Santa Ana, barrio Arriba, calle del Limón, vive un hombre que en su patio tiene un tesoro. No es de monedas sino de hojas; no es de billetes sino de plantas. Y él sabe cómo usarlo mejor.

Reinaldo nació y se crió en Santa Ana. La familia vivía de lo poco o mucho que la tierra podía darles y de lo que se ganaban vendiendo sacos de carbón; el bulto se vendía a quinientos pesos en el mercado público de Getsemaní. 

De niño disfrutó de jugar en la calle: la tablita, la tapita y el béisbol con bolita de caucho, pero siempre lo llamó más el monte. “Lo que más me gustaba era ir al monte con mi papá, por eso no aprendí a nadar, pero sí a cultivar; me la pasaba bien. Ya grande fue que empecé a pescar por el mar de afuera: jurel, pargo, esos pescados”.

‘Rey’ recuerda que vendía los pescados para conseguir el arroz y otros víveres. En ese tiempo no había hielo para guardarlos, así que se conservaban ahumados y se llevaban al mercado para ser vendidos por su mujer. 

“Ella tenía su localito cuando el mercado viejo se ponía en la parte de atrás, en la carbonera. Llegaban a Pasacaballos a pie, a veces me iba en la noche a buscarla y estaban todas las mujeres recogidas porque le tenían miedo de irse solas por ese camino. Los maridos les gritábamos desde el otro lado porque ahí se cruzaba en un botecito. En ese entonces no había carro ni puente; entre Pasacaballos y Cartagena sí se iban en el bus, ida y vuelta”. 

Él es de la época de los dos chivos de azúcar y tres chivos de café. “El chivo era el centavo; conocí cuando se usaba la moneda de cinco reales, eso alcanzaba para comprar un poco de cosas. Antes sí había plata; se ganaba menos, pero alcanzaba más, ahora es al revés”. Ambas épocas le gustan, el ayer y el hoy, no vive con nostalgia del pasado y relata aquel tiempo porque es parte de su esencia. 

Reinaldo es yerbatero de medicina ancestral, aprendió ese arte de su madre, quien al envejecer le transmitió sus saberes. Entre sus productos naturales, tiene uno que la tradición dice que ayuda a las mujeres a quedar embarazadas. “Preparo botellas a base de totumo, pitamorrial, guají, albahaca, cotorrona y muchas otras plantas. Las pongo a hervir con el totumo, después lo dejo reposar, lo cuelo y de nuevo al fogón; se le echa azúcar de leche, cremor, sal de fruta y el mejoral con una cajeta de panela. Además de ser medicinal es sabroso”. 

En su patio tiene variedad de plantas como la ‘cola de caballo’, buena para los cálculos renales, según su saber o la ‘curalotodo’. ‘Rey’ las hierve juntas para activar sus propiedades; dice que a los tres días de haber tomado la bebida, el paciente se libera de aquel dolor. 

Los vendedores de fuera de Santa Ana recomiendan sus productos y traen clientes de todas partes, quienes luego le dan referencias a otros. “La semana antepasada preparé seis botellas con campano y cascarilla para la gripa, de las que ya se han vendido cuatro. Una la compró un turista del Chocó, otra la vendí en el Hotel Decameron y otra más se fue para Cartagena”. 

Dice que los vecinos acuden más a él que a la farmacia. “Tengo una mata que le llaman ‘la hierba santa’, es especial para los parásitos en los niños; uno coge el mazo de hojas y las machuca bien, las exprime y el agüita que bota se le da al pelao, así saca la lombriz y la babasa”. 

Tiene 78 años, vive con su mujer y tuvo quince hijos, de los cuales fallecieron cuatro. “El más grandecito murió de dos años; otra murió de viruela negra y dos fallecieron acabados de nacer”. Hoy sus once hijos viven en Santa Ana, unos trabajan en Playa Blanca y otros en el hotel Decameron. 

La artesanía también hizo espacio en su vida. Se hizo amigo del jefe de mantenimiento del hotel, a quien le aceptó el reto de elaborar conos de bejucos. “Eran unos conos de un metro con sesenta, se le meten unos focos y alumbran muy bonito. Me dijo que le hiciera diez, los hice y todos decían que estaban bien hechos. Después hice unas lámparas”. No era carpintero, pero se le midió también a arreglar sillas. Hoy espera a que llegue el verano, que los montes se aclaren para ir buscar nuevos bejucos. 

Nunca dejó de lado su tierra, fue testigo de la salida de muchos que decidieron mudarse a Cartagena, para luego regresar a estar cerca de la naturaleza, la libertad y la tranquilidad de su pueblo. La vez que estuvo más tiempo por fuera, fue para recoger algodón en Valledupar, cuando aquel cultivo generaba buenos ingresos. “Ya casi no se puede caminar. Antes uno se iba por cualquier lado, ahora da miedo. Acá soy feliz, camino a la hora que sea. No tengo miedo. No hay manera de que deje Santa Ana, he salido, pero me acuerdo del pueblo y regreso de inmediato”. 

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La Barulera

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