CAÑO DEL ORO

Una comunidad cuya tradición hunde sus raíces en la Colonia: los hornos, el leprocomio, su tradición negra y la sabiduría de sus hombres para navegar marcan los hitos grandes de este pueblo del que casi nadie se quiere ir, aunque haya problemas por solucionar.

“Lo que diferencia a Caño del Oro de las demás comunidades es la calidad de su gente. A pesar de que hay mucho desorden social, el sentido de pertenencia, de ser humanitario y solidario, no se pierde. En algún corregimiento vecino si hay un enfermo y no tiene la plata para la gasolina se te muere. En Caño del Oro, no: aquí la gente pelea para llevar al paciente en su lancha”, así describe uno de los vecinos el rasgo más fuerte de esta comunidad.

Su población ha crecido en las últimas décadas. La mayoría de esos nuevos ‘loreros’ son hijos de nativos. Aquí se vive muy cómodo, dicen prácticamente todos con quienes hablamos: no cambian la tranquilidad, el mar, la brisa y el sentido de comunidad por vivir de prisa y apretados en la ciudad.

No hay agua, no hay acueducto, casi no hay calles pavimentadas, no hay estación de policía. La electricidad llegó hace menos de treinta años. Y sin embargo, los loreros son felices viviendo aquí y se les nota. ¿Cuál es el secreto de esa alegría? Vamos a intentar entenderlo en la voz de sus habitantes mayores. 

Carex y afro

Pero primero, hay que recordar lo fundamental de esta población ubicada en Tierrabomba, la isla visible desde Bocagrande y cuyo costado más largo está al frente de la zona industrial de Cartagena de Indias. En ese flanco está Caño del Oro al que se llega en bote desde el embarcadero en la avenida del Lago, detrás del mercado de Bazurto.

Los orígenes del poblado se pierden en la memoria local. Se le tiene por muy antiguo, pero no se dan mayores detalles. Por la historiografía se sabe que los indígenas Carex eran fuertes en la isla a la llegada de los españoles. En 1533 el conquistador Pedro de Heredia envió una avanzada a Tierrabomba para hacer la paz con el cacique Carex o Curirix, pero sus indios flecheros causaron una matanza de españoles. La respuesta fue atroz: Heredia atacó con todo su poder bélico y los muertos del lado indígena fueron unos doscientos. La presencia aborigen fue casi eliminada de la isla desde el comienzo mismo de la Colonia.

También se sabe que los esclavos africanos se asentaron después porque fueron traídos como mano de obra de los hornos de cal y de las fortificaciones. Pero también porque en Caño de Loro o punta de Perico -como se le conocía entonces- se recuperaban a los que habían llegado en malas condiciones para poder venderlos a un mejor precio en el mercado de la ciudad. Esa vocación de cuidado pudo haber influido en la elección para trasladar el lazareto. Este marcó la vida del pueblo hasta su cierre en 1948. Dividió al pueblo entre los sanos y los enfermos, que tenían su finca, teatro, moneda y algunas otras comodidades. Buena parte de la economía del pueblo sano giraba en atender las necesidades del lazareto.

Hoy los tres motores económicos de Caño del Oro son las lanchas, en primerísimo lugar, las fiestas en el pueblo y en menor medida, el turismo, según nos describe un vecino. No hay una playa, ni murallas o defensas como Bocachica, pero sí se vive del turismo creciente en la isla. El año pasado más de treinta jóvenes se capacitaron para hacer turismo comunitario pues quedan los hornos, los restos del leprocomio y la movida de manglares y turismo ecológico por desarrollar.

Cruz María Contreras Ospino, de setenta y cinco años, fue partera por muchos años. “Aprendí de arbitraria porque aquí no había nada ni quien atendiera; cuando venía el parto tenían que llevar a la mujer a Cartagena remando en canalete. A veces ni alcanzaban a llegar. Hoy en una lancha están allá en cuestión de minutos”.

“Antes los hombres iban a pescar y nos traían la yuca del monte, la auyama y todas esas cosas. Ahora no porque todo está moderno. A veces no teníamos agua hasta que venía un bongo de la base naval a regalarnos un poquito. De mi infancia recuerdo que jugábamos a los chocoritos, a la tienda, brincábamos la peregrina, jugábamos al bate con las otras peladas”. 

“Me casé con Alejando Leal. Tengo siete hijos. Todos están aquí menos José, que está en Cartagena. La primera tiene 53 años. Nació, creció, se casó y se quedó en Caño del Oro. El pueblo se ha puesto grande y ese crecimiento es más por gente nativa; el que viene se amaña con el pueblo; y el que está aquí no quiere salir”.

“El turismo es una cosa de ahora, porque antes no se veía eso. Ni colegio había: teníamos que poner a los niños en escuelas de banquitos para que adelantaran algo. Luego, los que tenían manera mandaban sus niños a Cartagena. A los dos más grandes de los míos los mandaba a Bocachica, porque acá no había bachillerato.  Luego al colegio San José lo hicieron nuevo y daba primaria y bachillerato”.

“Caño del Oro ahora está mejor. En los últimos años el progreso ha sido total: antes no teníamos luz ni agua. La luz tiene como veintitrés años de haber llegado. Con ella todo cambia porque ahora uno compra su televisor, su radio y aquí en el pueblo no se veía nada de eso. Las costumbres cambian, antes uno se acostumbraba a acostarse temprano y ahora no”. 

“Ahora también hay una línea costera nueva desde hace cuatro años. El agua todavía no ha llegado, pero están buscando para ponerla. Uno la compra en los carros a mil pesos la lata. En la casa se van diario cuatro o cinco latas y si te pones a lavar hay que comprar más. La plata no alcanza para todo eso”.

“El principal problema que quiero que se solucione es el del estudio porque tengo a mis nietos que tienen que ir a Cartagena cuando ya están graduados del bachillerato”. 

“Aquí en Caño del Oro los niños se levantan bien: yo tengo diez hijos -cinco hombres y cinco mujeres-, treinta y dos nietos y veinticinco bisnietos, gracias a Dios. La bisnieta mayor tiene diecisiete años y el menor, dos meses. Y el rancho ardiendo porque la mujer de Eric tiene la barriga afuera otra vez”, nos dice Teófanes Caraballo Guerrero.

“De mis diez hijos todos están acá en el pueblo. Creo que se han quedado por la tranquilidad, aunque ahora este pueblo está desordenado. Antes era quieto, no había esa bulla como ahora con esos picó y esos desórdenes que lo ponen a uno incómodo. Antes en todo el año había música y bullicio en la fiesta de San José o en la de la Virgen. Por rareza se veía un picó y eso era porque lo traían de afuera. Ahora ese ruido es día y noche. Todo eso es por los negocios de trago y, ajá, como la gente hace su negocio, que es de lo que viven, y la autoridad se lo acepta …; es que aquí todo el mundo hace lo que le da la gana y así hablo yo: aquí no hay ley”.

Teófanes trabajó desde los trece años en casas de familia de Cartagena para ayudar con los gastos del hogar. Eso fue hasta los veintitrés, cuando se casó con Arcésio Julio Zurique, un motor comunitario que llegó al pueblo enamorado de ella y en veinte años, antes de morir de manera temprana, ayudó a solucionar muchos temas.

Recuerda la tradición de los bailes en la fiesta de San José, que eran muy formales, con sus propios ritos y mucho respeto. “Mi primera fiesta fue como a los quince años. Lo que nunca me gustó fue el trago, pero me quedaba en las fiestas hasta las madrugada porque me gusta bailar de todo y eran con gente tocando en vivo. Los hombres se vestían bien, con su camisa, mancuernas, corbatines pequeños o corbatas, pantalones y zapatos de cuero; un hombre no podía ir descalzo o en chancleta porque no lo aceptaban. Ellos pagaban su cuota para pagar la música y los gastos”. 

“Ahora no tengo mortificaciones de nada. Para la salud tengo mi EPS aunque me toca ir a Cartagena. Ayer vine de cita y me traje mis medicinas y gracias a Dios me encontraron bien, sólo una miguita alta en los triglicéridos. Soy orgullosa de haber nacido y crecido de acá. Tengo un pueblo tranquilo, todos me quieren y me visitan así que estoy feliz de la vida”. 

Eustorgio Díaz Guerrero nació en 1938 en el barrio La Loma. “Entonces estaban los lazarinos: era un pueblo legal, bien educado. Con los amigos siempre fuimos humildes y trabajadores, nunca hubo tierrero. Mi papá fue navegante, agricultor y pescador, al igual que yo que además fui carpintero y viajaba bastante”. 

“Antes la pesca era buena y se cogía toda clase de pescado. Eso se acabó. Si uno quiere comerse un pescado tiene que traerlo de Cartagena. Y pensar que antes era uno el que lo llevaba al mercado de Getsemaní. Yo llevaba casi todos los días un promedio de veinte kilos, más o menos, a diez pesos la mano de cinco pescados. Con eso uno traía la carne, el arroz, la yuca, el maíz, la manteca y algo de más para tener una reservita”. 

“Me levantaba a las tres de la mañana a pescar y a las siete ya estaba aquí para coger la lancha de Guillermo Silva que venía de Bocachica y se llamaba Ana Elvira. A las dos de la tarde uno estaba acá almorzando. Mis compadres de pesca y de ir a Getsemaní eran José Ángel de la Rosa, Catalino Díaz, Zenón Díaz, Epifanio Guerrero, Abelardo Guerrero, entre los que más recuerdo. Cada uno en su bote, navegaba a su criterio y respondía por lo suyo. La mayoría se han muerto de viejos y solo tengo uno cercano que es Esteban Contreras”.

“A mí la agricultura me gusta más que la pesca, así sea más pesada. Tengo dos hectaŕeas que cultivé por muchos años. Pero ahora la agricultura no se trabaja aquí, no da para el sostén de la vida, hay que traerla de Cartagena. Ha subido el costo de vida y si antes usted con cinco mil pesos traía una cantidad de cosas ahora trae una sola cosa o dos gaseosas. También trabajé en el horno de carbón con mi papá. Salíamos de la casa a las cinco de la tarde y amanecíamos en el monte cuidando el horno. Eso era cosa de estar tres y cuatro días y hacerlo lentamente porque no se puede subir la temperatura porque si esa vaina se prende todo se vuelve cenizas y la idea es ahumar la madera, nada más”.

“Mi mujer, ya fallecida, se llamaba Fernanda Jiménez Herrera. Tuvimos siete hijos pero perdimos a dos de ellos en un accidente en 1997 en la fiesta de Pasacaballo, por sobrecupo en la lancha. Mis hijos se quedaron acá en el pueblo. Cada quien tiene su casa pero vienen a cada rato; aquí los jóvenes se amañan y les cuesta trabajo coger para otros lados. Todavía me conozco a toda la gente, tengo la visión buena y la mente clarita, aún sé quién es quién.”

“El Caño del Oro de antes me gustaba más que el de ahora: había más respeto y más de todo, la gente era más considerada. Hoy en día no, porque la gente es más desordenada con el picó, la bebida y los problemas. Antes se vivía con mucho respeto, se moría una persona y la música que no la prendían por el duelo; hoy en día va a pasar el cajón con el muerto y ahí sigue el picó prendido”.

“El futuro de Tierrabomba la veo con más gente llegando a comprar y un Caño del Oro más urbanizado. Eso no me preocupa porque entre más vengan mejor. Si pudiera mejorar algo lo primero sería el agua y después que venga lo demás. Es que uno no puede estar pagando una lata de agua en mil pesos. Otro problema es buscar el sistema de ley para vivir más sabroso: aquí la gente no respeta porque la gente hace lo que quiera, por ahí estamos mal; ¡un pueblo de tres mil personas y no hay un cuerpo de policía!”. 

Esteban Contreras Ospino, de 85 años, es conocido por todos como ‘Menco’. “Antes todas las casas eran de palma y ahora casi todo es de material.  Uno se iba a acostar en un hueco en la tierra y en la mañana le dolía todo el cuerpo. Ahora el que menos tiene, tiene piso en la casa. Cuando estaba el lazareto le echábamos ACPM a una botella y encendíamos el mechón. Así cada casa tenía su luz para ayudar a que toda la calle se viera iluminada. Como no había energía uno estaba acostumbrado a la oscuridad. La vida cambió con la llegada de la luz, la gente ahora tiene su nevera y su televisión, cambió un cien por ciento”.

“En mi infancia la vida de uno era pescar y el monte; después me salió lo de la carpintería. Luego me convertí en navegante y llegué hasta Colón y Panamá cuando existía el contrabando de café, pero no el polvito blanco que dañó al país. También hice viajes de mercancía de los ‘fósforos guacamayos’ y llevaban también tabaco en hojas para Panamá”.

“Mi mujer ya falleció. Se llamaba Aida González. Tuvimos siete hijos y ahora tengo ochenta y seis nietos y bisnietos, y todos viven en el pueblo. Creo que se amañan porque aquí trabajan desde pequeños en las lanchas de turismo; van aprendiendo y luego se hacen pilotos”.

“A Caño del Oro lo veo en avance porque antes pasamos bastantes trabajos y necesidades. Cuando llegaba la cosecha se comía, pero luego eran seis meses sin nada. Los meses de cosecha era cuando entraba el verano de marzo, abril y mayo en adelante y la cosa se ponía difícil como en octubre o noviembre. En la isla se daba de todo. Unos guardaban maíz, pero cuando se acababa ¡a aguantar filo! La yuca resistía un poquito más y como había pescado uno se ponía a pescar. Que hoy no haya peces es porque el dique lo dañó todo. Aquí el agua era clarita, pero ahora todo es un embudo y el agua turbia se viene para acá. El pescado de agua dulce no entra casi. Pesqué y sembré por la necesidad, pero el oficio que más disfrute fue navegar, porque así comía perfectamente, tenía platica y tenía mujer”. 

“El Caño del Oro actual está bueno, pero un poco descuidado y sucio. Hay que hablar con la verdad: los líderes no limpian, ni mandan a limpiar, no se ponen de acuerdo en coger un personal donde se diga ‘vamos a hacer esto y aquello’. Otra cosa es que tengo un picó ahí y otro allá. Los prenden los sábados, domingos, lunes y martes; apenas siento el golpe en el pecho me toca irme a otra casa para poder dormir. Afortunadamente no pasamos hambre porque los nietos traen platica y comida”.

¿De Loro o del Oro?

Ambos nombres son válidos. Uno por tradición histórica y otro por tradición comunitaria. La mayoría de habitantes se identifican con el nombre de Caño del Oro. Del gentilicio sí hay claridad: loreros. En esta revista utilizaremos el nombre que prefieren los vecinos, pero en algunos casos se utilizará Caño de Loro por precisión documental, oficial o porque la fuente lo llama expresamente así.

Caño de Loro está en los registros coloniales. Se le decía punta de Perico quizás por alguna forma costera, pero principalmente por las bandadas de loros que pernoctan en una entrada que divide dos manglares en la parte más externa del poblado. Su algarabía en el amanecer y en el crepúsculo son una rutina diaria digna de ver y escuchar. 

La expresión Caño del Oro alude a los entierros de objetos de oro indígena descubiertos por los primeros pobladores negros al excavar los cimientos para mejorar las primeras casas de madera y bahareque, según recuerdan los vecinos.

La memoria llega hasta tiempos relativamente recientes. “Cuando hicieron la casa de Rafaela López, encontraron enterrado un indio grande de oro, que vendieron por cuatrocientos o quinientos mil pesos, que era plata en ese tiempo. También cavando se encontraban las ollas con huesitos y cuestiones de los indios porque a ellos cuando se morían los enterraban con sus bienes”, dice Téofanes.

Recuadro

Órganos de participación

“La Junta de Acción Comunal ahora estaba inactiva porque no queríamos tener dos autoridades con funciones similares, aunque el Consejo Comunitario tiene un énfasis más territorial. Se pasó el tiempo y no hubo postulaciones, pero muchos están interesados en revivirla. Si en Cartagena quieren hablar con una autoridad, se dirigen al Consejo Comunitario”, explica el líder Calixto Polo. 
“El Consejo Comunitario lo preside una mujer: Wendy Pérez González; el vicepresidente es Harly Mercado; el representante es el abogado Wilmar Herrera Imitola; la secretaria es Katty López; y el fiscal, Richard Carrillo. Ellos han logrado que los incluyan en algunos procesos. Así como para un evento bailable el Distrito dice que requiere del aval de la Acción Comunal, se le solicitó al secretario del Interior que también debe tener validez el aval del Consejo Comunitario”, agrega.


Posted in

La Barulera

Leave a Comment