El LAZARO BOMBARDEADO

En esta historia hay un hospital, una ciudadela para enfermos de lepra, un pueblo dividido y un bombardeo que hace setenta y dos años casi borra del mapa a Caño del Oro.

Para contarla hay que comenzar por el principio. En la Colonia la lepra era relativamente común e incurable. No se sabía la causa, pero sí que se contagia en largos períodos de convivencia y contacto con un afectado. Por eso, ante los primeros síntomas los enfermos eran separados de la comunidad y confinados en un espacio solo para ellos. Como la enfermedad se desarrolla lentamente, la persona seguía viviendo muchos años en uso de sus facultades. La vida en un leprocomio se convertía en un universo paralelo al del resto de la sociedad. Quien entraba no volvía a salir.

Según Fortificaciones Cartagena de Indias: “El primer hospital para enfermos leprosos comenzó a operar en 1589 en Getsemaní, frente al Fuerte Boquerón. En 1608, se trasladó cerca del cerro que tomó el nombre del hospital, cerro de San Lázaro, donde se construiría el Castillo San Felipe de Barajas”.

Siglo y medio después se consideró que era un riesgo militar porque esa construcción podía servir de parapeto a una fuerza invasora. También se quería alejar la infección de la ciudad. En 1763 se le encargó al ingeniero Antonio de Arévalo estudiar la mejor opción para trasladarlo entre “la Cantera Vieja del Rey, situada en la isla de Tierrabomba, cerca de la punta Perico, y la hacienda de Buenavista, que estaba a más distancia de la ciudad, a la otra parte de la bahía y con peores comunicaciones”, según describió Enrique Marco Dorta.

La recomendación de Arévalo, que daría pie al pueblo actual, fue la de “la Cantera Vieja del Rey que solo distaba de la plaza dos leguas y tenía al pie abundantes materiales de construcción: piedra, arena, un horno para cal de propiedad real, barro para hacer tejas y ladrillos y leña, además del agua que proporcionaban dos inagotables pozos o ‘cacimbas’”, según el mismo autor

La propuesta de Arévalo -que se acogió- fue no esperar a tener construido todo el complejo sino hacer el traslado de los enfermos a bohíos de bahareque y paja, mientras se reunían los caudales para la obra grande, que él mismo diseñó. El trasladó se demoró hasta 1790. De 1798 hay noticia de que ya había sido terminada la obra y que solo se esperaba hacer el traslado “luego de que lo desocupen los pobladores ingleses que están alojados en él”. De aquellos ingleses no hay mayor pista adicional. 

Una tragedia

Años después los habitantes del lazareto que disfrutaban de la nueva sede tuvieron una muerte inhumana. Así lo recuerda la placa conmemorativa en el camellón de Los Mártires a los héroes patriotas durante la retoma de Pablo Morillo, desde 1815: “A los infelices leprosos que en número considerable se hallaban en el Lazareto de Caño de Loro y que fueron quemados vivos”.

Hoy sabemos que la lepra la produce el bacilo de Hansen; que en condiciones normales la mayoría de la población es inmune; que es tratable e incluso curable si se detecta temprano, con un tratamiento que dura varios meses, y que está en camino de ser erradicada en el mundo. 

Pero en 1890 aún estábamos lejos de esa comprensión. La ley 104 de ese año creó una normatividad de carácter policivo para aislar los lazaretos, bajo el dominio del Estado. Un detalle revela el espíritu de la norma: los leprosos tendrían unas cédulas propias de identificación y al entrar al lazareto perdían su condición de ciudadanos colombianos, sin derecho a voto, a heredar, a casarse o tener bajo su custodia a hijos sanos. Incluso tuvieron su propia moneda, que solo servía en los lazaretos oficiales del país, para evitar el contagio. Se le llamaban “coscojas”, sinónimo de poca cosa.

Un mundo paralelo

“El lazareto era como una mini-ciudad porque tenían de todo y mucha gente de aquí de la comunidad, de los sanos por decirlo así, se beneficiaban de ellos. Iban allá a vender carbón, agua, dulces y cuanta cosa en el sector de los enfermos de lepra. Era una comunidad dividida de la nuestra y todavía se puede divisar la estructura y el portón que separaba a los enfermos de los sanos. El cementerio también estaba dividido así”, describe Calixto Polo. 

Teófanes Caraballo lo recuerda de esta manera: “El lazareto era un lugar apartado, con teatro, hospital, corraleja, mercadería. Tenían de todo, hasta finca. Una iba a cogerles los anones y las frutas porque era un terreno grande. Cuando estaba niña había muchos enfermos: unos todos comidos de la nariz y de los pies se ponían en la orilla del puerto a limpiarse. Pero en general ellos solo salían al pueblo cuando festejaban la Virgen del Carmen”.

“Mi papá era el matarife del lazareto y todas las madrugadas iba a hacer su oficio allá. Yo era una pelada trabajadora y me iba al puerto a gritarles a los enfermos el producto que llevaba: pescado, coca de ajonjolí, el tabaco ese que se envolvía para fumar”, agrega.

Alguna fuente habla de que llegó a haber unos seiscientos enfermos en Caño del Oro. En la casa grande donde funcionaba la administración los śabados había revisión médica. Cuando se escuchaban campanadas a deshoras, en el pueblo ya se sabía por qué. –Ya se fue otro–, decían. 

“Bastante que fui adentro del Lazareto. Había una paredilla donde un policía no dejaba entrar ni salir a nadie, pero uno iba a la loma y se pasaba por ahí. En el pueblo nadie se ‘empestó’; hasta yo comía con ellos. Venía de pescar e iba a venderles el pescado: había unos que no tenían dedos y sacaban la platica manchada de sangre, pero para mí ya era normal”, dice Menco.

“Recuerdo uno que hacía rifas y era ciego, pero no me acuerdo del nombre. Había otro que se apellidaba Espinoza, que era de Arjona o Turbaco, donde él tenía su finca con ganadería y caballos. Cuando el gobierno se atrasaba en los pagos unos días iban a la gobernación y enseguida los echaban para atrás y les pagaban”, relata Menco. 

Un barco y una virgen

Para mediados del siglo pasado en Colombia quedaban tres leprocomios: el de Caño del Oro, el de Contratación, en  Santander, y el de San Juan de Dios, en una región calurosa de Cundinamarca. La enfermedad iba en retroceso y se juzgó que era mejor concentrar a todos los afectados en una sola locación. San Juan de Dios era, por mucho, el que entonces se consideraba en “mejores” condiciones: un pueblo entero con terrenos circundantes, un acordonamiento de kilómetros con alambres de púas y siete retenes para entrada o salida y una tradición de convalecientes de lepra que llegaba hasta Jiménez de Quesada, el fundador de Santafé de Bogotá.

Corría 1948. Los últimos habitantes del lazareto de Caño del Oro hicieron una procesión y llegaron hasta el muelle para ser trasladados hasta la remota San Juan de Dios. Muchos habían pasado la mayor parte de su vida aquí. Tenían sus amigos en el pueblo y este era el único paisaje que les era familiar. Algunos iban llorando. Recuerdan los más viejos que no querían irse y los obligaban a hacerlo, aunque después uno que otro de dio las mañas para regresar y quedarse a vivir en el pueblo.

La última imágen los rememora navegando por las aguas de la bahía en un barquito del que sobresalía la virgen del Carmen, que se llevaron como último vestigio de su hogar perdido. 

Catorce mil libras de TNT

El diario El Tiempo del miércoles 20 de septiembre de 1950, escribió en una nota que comenzaba en la portada:

Una nueva demostración de técnica y preparación humanas realizará mañana la Fuerza Aérea durante el bombardeo que aviones B-25 y F-47 llevarán a cabo en la isla de Tierra Bomba, en jurisdicción de Cartagena,  donde antes funcionaba el lazareto de Caño de Loro y que en el futuro servirá de sede a la principal base naval colombiana en el Caribe.

Los ministerios de Guerra y de Higiene, de común acuerdo y después de estudios muy completos sobre la materia, resolvieron destruir el poblado de Caño de Loro para iniciar allí la construcción de las instalaciones navales necesarias, que han sido contempladas en el plan de expansión de nuestra marina de guerra. Y como era ésta, además, una excelente oportunidad para que los aviones de guerra hicieran una auténtica práctica de ataque que sirviera, además, como entrenamiento y demostración de la capacidad que tienen hoy nuestro pilotos militares, se convino en realizar la destrucción del leprocomio lanzando sobre el caserío, hoy desocupado, bombas de TNT de alto poder explosivo con las cuales quedará totalmente arrasada allí toda edificación.   

La nota daba un detallado horario del operativo, anunciaba que duraría tres días y se arrojarían catorce mil libras de explosivos. Pero después de tan resonante anuncio al parecer -según los testimonios recogidos para este artículo- las autoridades olvidaron un pequeño detalle: avisarle a los vecinos. Por un error de cálculo, comunicación o coordenadas el bombardeo casi arrasa con todo el pueblo.  

“En el ministerio de salud se pensaba que la lepra era contagiosa y que esto ya estaba vacío. Aún se ven los huecos donde cayeron las bombas. Cuando comenzó el bombardeo aéreo lograron paralizarlo porque la gente comenzó a salir de sus casitas con gritos y llantos. Por eso aún están en pie la fachada de la iglesia o unos depósitos de agua”, dice Calixto.

“Cuando vinieron a bombardear para matar la infección tuvimos que salir porque tiraron una bomba cerquita de la administración, que quedaba de este lado. Ese bombardeo fue por arriba, el avión pasaba bajito y ¡booom!, dejaba unos pozos por el impacto. Por el miedo nos fuimos a Punta Arenas y desde allá veíamos la candela. Yo tenía trece años cuando eso, como en el año 50; esa imagen la tengo palpable”, recuerda Teófanes.

“No nos bombardearon porque el poco de gente de este lado estaba caminando de aquí para allá y ellos se fueron. En el lazareto había unos tanques de gasolina, pero no dieron en el blanco, pero si hubo explosiones y las escuché. La mayoría se fue para Punta Arenas pero yo me quedé. Las explosiones fueron grandes y uno veía venir las bombas y ¡booom!, pero no acertaron”, dice Menco.

Tiempo después, cuando hubo pasado el revuelo y el pueblo se estaba rehaciendo sin ese núcleo vital que fue el lazareto, los vecinos empezaron a limpiar el terreno, a organizar y habitar sus pedazos de tierra. Algunos aljibes fueron recuperados, uno para recolectar agua y al menos otro fue adaptado para un hogar, rompiendo las gruesas paredes para abrir ventanas.

“Aquí ha venido gente de Agua de Dios con sus familiares. A algunos se les nota aún la deformidad o andan en silla de ruedas. Vienen a visitar y han llorado recordando sus viejos tiempos”, describe Calixto. 

Del lazareto quedan algunas huellas, pero el que no sabe apenas reparará en la imponente fachada del templo, que sobrevivió a los estragos del tiempo, el bombardero y el abandono. El pueblo, entre tanto, se ha extendido a su alrededor. Sin las voces de los testigos que aún viven, acaso un día sea visto como un cascarón igual a tantas ruinas cuyo relato se perdió aunque las paredes sigan en pie.

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La Barulera

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