BARÚ. TRADICIÓN, HISTORIA Y COMUNIDAD.

Este es un pueblo con una personalidad tallada a través de los siglos, un pequeño paraíso con una población orgullosa y bien organizada, con muchos avances en las últimas tres décadas, pero también con problemas cuya solución se ha demorado siglos además de nuevos retos sociales y ambientales, aparejados con el crecimiento de la población.

Para quienes no lo conocen hay que aclarar que Barú tiene tres acepciones: la península completa desde el puente de Pasacaballos que la une a la ciudad urbana e industrial; el pueblo mismo ubicado en el otro extremo y al que está dedicado este artículo; y en algunas versiones -no aceptadas por todos- la propia bahía según la llamaban los indígenas.

Hace apenas unos veinte años llegar al pueblo era una odisea. No estaba construida la carretera transversal que hoy puede cruzar en un vehículo corriente, a pesar del regular estado del sector de Playetas.

“Cuando era niña se duraba hasta tres días para llegar a Cartagena, viajando en unas lanchas con velas y que si no soplaba la brisa se aguantaban todo el día arrecostándose en las orillas hasta que volviera el viento. Y la mujer no viajaba mucho, más bien el hombre, por el tiempo que se demoraba eso y por la vocación navegante de ellos. Las mujeres iban si estaban enfermas porque no teníamos servicio médico, ni centro de salud. Y no cualquier enfermedad; lo que se podía atender con los abuelos, que sabían mucho de plantas, se atendía acá”.

Quien nos recuerda eso es Mariela Zuñiga, de padre navegante y madre cocinera de fritos. Por cosas de la vida, esta líder vecinal y ambientalista ha resultado viajando hasta Indonesia y otras tierras lejanas, pero no cambia a su Barú por nada del mundo.

Paradójicamente, que Barú esté en la punta de la península no significa que haya sido un pueblo aislado: todo lo contrario. Desde siempre ha tendido unos cordones umbilicales fuertes con las islas del Rosario, San Bernardo y los pueblos costeros de lo que alguna vez fue el Bolívar grande, el que cobijaba a los actuales Sucre y Córdoba. A falta de buenos caminos, la navegación costera era un buen recurso para mover productos desde la región y Barú era un buen punto intermedio. Muchos nativos se criaron en las islas.

En la Colonia la bahía estaba custodiada desde Bocachica hacia adentro. Pero la zona de Barú estaba llena de manglares y la hacía imposible de navegar para una armada, pero sí que estaba irrigada de vericuetos aptos para canoas y lanchas pequeñas. La Corona española prohibía comerciar con otras naciones, pero en la práctica era un canto a la bandera: en toda la ciudad, hasta en las casas más prestantes, se veían y consumían productos de contrabando. Barú encontró en ese soterrado intercambio comercial una de sus vocaciones económicas más relevantes.

“Mi papá, Julián Zúñiga Cortez, era navegante; viajaba en un canoa para Panamá, Colón, Isla Fuerte. Traía coco, jabones, telas, menticol, loza, para vender en Bocachica. Casi la gente de Barú vivía de eso, lo que llamaban el contrabando antes; iban en sus balsas de madera grandotas, con motor por dentro y con vela; mi papá vivió toda la vida de eso”, recuerda Mariela. 

Jugar en el agua

Ahora al entrar al pueblo por la carretera que atraviesa la península, se desemboca en un peladero en el que se han acomodado algunas canchas deportivas. El letrero con las letras de B-A-R-Ú lo terminaron de pintar en las últimas semanas. Hoy está colorido y lleno de figuras y referencias locales. 

Alrededor de ese gran espacio hay algunos lugares de comercio y bebida. Hay que avanzar un par de cuadras más, hacia el puerto, que es una laguna interna, para empezar a ver aquí y allá las casas tradicionales, con una arquitectura que mezcla lo popular con lo elaborado de la época republicana. 

Al ver esas casas el tiempo queda un poco en suspenso y se tiene la percepción de que potenciando este aspecto los habitantes de Barú podrían convertirlo en un equivalente de los pueblitos mágicos, en México; de Paraty, en Brasil; o de Villa de Leyva o Barichara, en Colombia: lugares a los que se va solamente por pasear sus calles y adentrarse en un espacio único.

De las calles pavimentadas se va pasando a las calles destapadas, sembradas de restos de corales pues Barú se asienta sobre piedra coralina. Avanzando se va llegando al colegio Luis Felipe Cabrera, a la iglesia, la recién reconstruida estación de policía y al embarcadero, que conforman el núcleo interno del pueblo.

Al doblar a la derecha vamos llegando a la calle de la Cruz. En la esquina con la calle del Puerto está la casa de Alberto Elías León, de setenta y cuatro años.

“Esto aquí se llenaba de agua hasta la otra calle y nosotros jugábamos en la marea con las canoítas que hacíamos con balsas y una vela de papel, para competir entre nosotros. Todos los vecinos se ponían con esas. También jugábamos al bate, pero yo no era bueno en eso. Más allá había un sembrado de manzanillo y un gran playón que se llenaba de cangrejitos. Ahora fue que calzaron y cogieron todo eso para hacer casas”.

Alberto Elías le aprendió al arte de la partería a su mamá, Martina Zúñiga, quien llegó hasta acá desde Chigorodó, Antioquia, con tres hijos y aquí tuvo otros siete con Miguel Dionisio. Alberto lleva cuentas de 308 partos que atendió. Ahora hace suturas, vende periódicos y de las casas lo mandan llamar cuando no hay médico a la mano -que es casi siempre- y necesitan alguien con buen ojo y algo de experiencia.

“Ahora mismo vino una muchacha a examinarse. Ella se sentía en estado de embarazo y yo ya le di la seguridad por una palpitación muy particular y localizada en esos casos. La mandé a que se comprara una prueba de embarazo para que viera. Así vivo todo el tiempo”, dice 

“Mi mamá me dejó un libro que lo presté para el colegio y no me lo regresaron, tiene que estar en los archivos; se llama La Guía Práctica y ahí tenían todas las posiciones de los partos y las enfermedades”, nos dice mientras conversamos en un patio arbolado que ahora ocupa lo que fue su casa de infancia.

Hace rato se disgregó el núcleo familiar y él es el último que queda allí, pero nunca se siente solo. En noviembre se le murieron, en seguidilla y por distintas causas, tres hermanos y otro murió en julio, Por temporadas vienen a visitarlo los familiares que van quedando y la pequeña casa queda repleta de sobrinos. “Para una Semana Santa, un 3 de mayo o un diciembre esto se me llena que cuando se cierra la puerta no hay calma”.

La tradición de organizarse

Desde hace varias generaciones el pueblo de Barú ha venido generando buenos liderazgos y organización comunitaria. Alguien que ha estado en estos procesos en las últimas décadas es Víctor Fuentes Medrano

Sus raíces baruleras son ancestrales. Su papá también fue navegante y mantuvo siempre bien surtida su tienda, que era lo más parecido a un supermercado actual, pero para el consumo del pueblo y lo que se llevaba a las islas. De los diez hermanos, más otro fuera del hogar, la mayoría se han ido de Barú. Víctor, sin embargo, optó por quedarse. 

Inició su labor comunitaria de manera inesperada. Comenzó bastante joven, preocupado por la educación de sus hijos. “Decidí hacer parte de la Asociación de Padres de Familia, me escogieron como presidente y creo que hice un buen papel; después hice parte del Consejo Directivo del colegio y ahí estuve como tres periodos y también me fue bien. Entonces me di cuenta de que como líder podía trabajar con buenos resultados”. 

De ahí, el salto fue a la Junta de Acción Comunal y luego al muy reconocido Consejo Comunitario, impulsado por el grupo Barú 20 o B20, que tiene su sede en un local moderno y sencillo cerca de la iglesia y la policía.  Pero el proceso no fue fácil, como casi nunca lo son.

“En 2006 por fin se da la creación y certificación del primer Consejo Comunitario del Corregimiento de Barú, con el reconocimiento de que Barú es una comunidad afrodescendiente. A mí me eligieron como presidente, pero reconozco que no funcioné, porque la mayoría de los líderes estaban en Cartagena y no había cómo encontrarse. No había proceso de consulta previa. En el periodo siguiente hubo un cambio y me dejaron a mí como fiscal, ahí sí siento que comenzó a mostrarse en todo su vigor lo que es un Consejo Comunitario”.

Ahora al frente del Consejo Comunitario está una generación más joven que lo respeta y a quienes él valora mucho, así como a quienes lo precedieron como don Orlando Miranda o don Valentín Cortés, ambos presidentes de la Junta de Acción Comunal; el primero estuvo enfocado también en temas de la iglesia y el segundo fue inspector del pueblo. Ambos eran bastante mayores que él y ya fallecieron.

“No puedo dejar de mencionar al profesor Luis Felipe Cabrera, quien aunque no era nativo se vinculó como profesor del colegio que había en ese tiempo y que nada más llegaba a la primaria. Fue un señor que luchó mucho por la educación y la preparación de nuestros muchachos. Hoy en día la institución educativa de nuestro corregimiento tiene su nombre, a mucha honra y mucho honor”.

Tierras y alimentos

“Aquí la gente antes asistía mucho a misa y hace cuarenta o cuarenta y cinco años un sacerdote les decía: –No vendan sus tierras, que vienen desarrollos para acá. Y si lo van a hacer, véndanla bien vendida–. Pero ¡qué va, la gente ciega y sorda! Muchos comenzaron a vender y a irse. Da lástima decirlo, pero hay mucha gente que vendió, se fue de Barú y hoy día no tiene tierras, plata ni casa; y en algunos casos donde vendió ahora es un emporio turístico”, relata Víctor.

Eduviges Torres creció en una de las muchas familias que en todo Barú, incluyendo Santa Ana y Ararca, que tenían terrenos de cultivo, principalmente para el consumo de la casa. 

“Mi papá, Dionisio Torres Vásquez, era agricultor y cosechaba toda clase de frutas como el melón, la ciruela, la patilla y el anón. También batata, ñame, plátano; era tan dedicado y aficionado a su trabajo que de esta tierra hasta sacó maní, que era algo que no se producía aquí. Y cuando no se dedicaba a la agricultura, se iba a pescar con su trasmallo y cogía unos sábalos grandes que cortábamos en postas y comíamos en casa. No se sufría de hambre y abundaba la comida. Nunca pasamos necesidad”, recuerda Eduviges.

Como en el resto de la península -o isla de Barú, como también se le dice generalmente- la agricultura de pancoger ya está casi extinta. La tierra era buena y hay indicios de que hace siglos la vegetación era exuberante, con grandes árboles que luego se talaron para construir las casas de la ciudad.

“A mi mamá le gustaba hacer bollos de maíz pelado. En las mañanas, antes de ir al colegio, yo salía con mi bangaña -que era como una bandeja de un material parecido al totumo-, con mis doce o quince bollos, que vendía en el pueblo. No éramos muchos habitantes, pero se vendían todos. El paquete de bollo se vendía a dos chivos y una panela costaba un centavo. Todo alcanzaba, en ese entonces no se sufría por la plata”.

Estudiar o producir

“Mi hermano mayor dice que aquí la gente gana como pobre y gasta como rico. La vida es costosa y la gente se acostumbra a eso: a pagar una cerveza a cinco mil cuando se podría pagar a tres mil o menos. Y así con todo lo demás”. 

Quien habla es Sammy Salas Cesar, el más joven de nuestros entrevistados, cuya experiencia de vida contrasta con la de los mayores. Le correspondió hacer todo el bachillerato en el pueblo, cuando antes solo se llegaba a primaria y de estudiar carrera en Cartagena, cuando antes eso era casi inviable.

Y lo hizo tan bien que llegó a tener maestría y a ser rector del colegio Luis Felipe Cabrera antes de cumplir los treinta años. Pero al comienzo nada de eso estaba en sus planes. 

“Mi papá era pescador artesanal, con una técnica que le gustaba mucho que era ‘corretear’: salir y no apagar el motor sino ir jalando el plástico con la mano y amagándole al pez para que intentara creer que su carnada estaba herida; así cogía barracudas grandes, jureles y otros peces. Con eso se vivía bien. Durante mucho tiempo con mi mamá fueron cuidadores de fincas, casas privadas y ella ayudaba en los oficios varios; todavía se mantiene en eso”, rememora Sammy, bisnieto de Rosa Bolaños, aún recordada en el pueblo.

Aún siendo tan joven –hoy tiene treinta y tres años– Sammy conoció las épocas sin puente en el canal del Dique ni carretera transversal, cuando las lanchas para el mercado de Bazurto salían a las cuatro de la mañana.

Hablamos en la casa donde creció y de dónde salió a los diecisiete años para comerse el mundo.

“Lo que quería era estudiar e intentar entender otras realidades. En mi mente no estaba volver a Barú. En Cartagena conseguí trabajo así que estudiaba y trabajaba al tiempo. Venía cada tres meses”, explica.

“Uno todo corronchito, solo en la ciudad. Por fortuna los papás de pueblo le enseñan a uno a planchar, cocinar, lavar, barrer y hacer de todo, pero uno crece y necesita salir y comprar cosas, como cuando los ‘pelaos’ con los que estaba en la universidad tenían celulares bonitos”.

“En Cartagena uno termina viviendo siempre en su casa, porque para todo lo que uno vaya a hacer necesita plata y si no tienes entonces te la pasas en tu cuarto y en tu soledad. Cuando uno está en la ciudad tiene flojera de ir al pueblo pero cuando estás en el pueblo –Ay, es que me da flojera devolverme a la ciudad– porque uno quiere su patio, su hamaca, el silencio, la comida o el bonche de los amigos del pueblo, que por fortuna los míos siguen aquí”.

Cuando se graduó de licenciado en Lengua Castellana y Comunicación una amiga lo invitó a llegar a una entrevista que le iban a hacer para el colegio Luis Felipe Cabrera. Al principio él se negó porque no era a quien habían citado. La típica: lo contrataron a él y no a ella.  

De vuelta al pueblo, pero con otra mentalidad, comenzó como profesor; le propusieron la rectoría, en la que duró un par de años y luego pidió reasignación como profesor de planta, a pesar de que le fue bien en el cargo, que conllevaba su propia adrenalina y retos de todos los días.

Y si hay algo que le preocupa hoy es ese balance simple que hacen los estudiantes del pueblo entre formarse a mediano plazo o ganar plata en el corto plazo.  “El tiempo que voy a invertir allá en una institución mejor lo invierto en irme a la playa y tener plata en el bolsillo. Esa es la ecuación que se plantean todo el tiempo”, dice. 

¿En qué está Barú hoy? 

No es fácil resumirlo y cada habitante tiene su propia visión. 

En lo negativo, lo común que nos dicen es que pesa mucho la ausencia estatal en frentes tan críticos como la educación -cuyos niveles académicos están por debajo de la ciudad urbana, a pesar de los discretos avances- y en la que el nivel técnico y universitario representan un reto enorme; la salud, en la que no hay un servicio regular y consistente; pero sobre todo en el servicio de agua y alcantarillado, que en pleno siglo XXI aún parecen una quimera en un pueblo rodeado de agua.

En lo positivo mencionan los avances en infraestructura y servicios de energía y gas; la llegada de distintas fundaciones cuya presencia se valora mucho; las consultas previas como mecanismo para lograr algunos avances puntuales; y la organización del pueblo, con raíces generacionales y liderazgos visibles.

“El avance se ha visto en las últimas décadas: la Transversal Barú, el Puente Campo Elías Terán que sobrepasa el canal del Dique, la Protección Costera y la conexión vial del sector Playetas. Todas han traído un desarrollo para nuestra comunidad. Pero no lo considero un desarrollo incluyente y nativo porque viene mucha gente de afuera a montar negocios. Los más grandes y mejores negocios son de cachacos: desde el comercio de tienda, vender licores o los hoteles”, dice Víctor.

“En Barú ha pasado que la gente ahora se va, se forma y está regresando; la pandemia hizo que las personas pensaran que la ciudad ya no era lo que ellos necesitaban y de pronto aquí había más fuentes de ingreso, aunque la vida es más cara que en la ciudad porque todo se trae”, argumenta Sammy.

“Barú se está conociendo a sí mismo. Las generaciones pasadas quizás pensaban que no era un lugar atractivo donde se pudieran desarrollar la gente; pero las generaciones actuales se están dando cuenta de que es aquí y potenciando algunas cosas –los trabajos que tenían sus papás y sus propias capacidades– como pueden mantenerse y prosperar. Ya hay pelaos que se han percatado de que pescar no solo es sacar peces del mar y para comerlos en la casa sino que es un desarrollo cultural, tradicional y una opción económica: –¿Por qué no llevó a los turistas a que vivan una faena de pesca desde un tema ambiental, sostenible? Dejar los peces en el mar me va a dar más ganancia que pescarlos–. Es otra lógica”, concluye el joven profesor.

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La Barulera

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