LA NEGRA OTILIA

El cariñoso apodo de su infancia se le ha convertido casi en su nombre propio, al que responde orgullosa. Su nombre civil es Otilia Isabel Jirado Cardales, santanera de nacimiento, sangre y vocación.

Este septiembre cumple 81 años, cincuenta de los cuales ha pasado ayudando en el templo de Santa Ana, oficio con el que la relaciona la mayoría de la población.

“El nombre me lo pusieron por una hermana de mi abuelo; yo tenía bastante cabello y era negrita como ella. Y tú sabes que los viejos siempre le aumentan a uno el sobrenombre: si tú sales negrita te dice negrita; si eres cachetona, la cachetoncita. ¡Y eso que esto es tierra de gente negra! Antes los de aquí no aceptaban que un negro se relacionara con un blanco que llegara por ahí; no entendían eso de buscar gente de fuera, sino con los mismos de aquí”.

De su niñez recuerda las fiestas. “Aquí se hacían fandangos con tambor, bailaban en el piso de tierra, prendían unos mechones y marcaban el ritmo con unas palmitas que hacían de madera. Amanecían del 24 al 25 de diciembre o hacían carnavales. A mi abuela, Tomasa Cardales, le gustaba mucho ir a esas fiestas. Pero yo nunca bailé ni fui adicta al trago o a la fiesta. De niña solo me asomaba a la ventana; viendo y escuchando, porque todo se me quedaba grabado”.  

El arroz de coco y pescado en revoltillo, ahumado en horno de leña o en carbón la devuelven a la infancia.

También recuerda a su padre y a su abuelo en su oficio de agricultores. “Aquí se cosechaba hasta algodón. Cuando tenía ocho o nueve años me llevaban con una hermana a recoger algodón. Para aguantar en ese oficio todo el día nos daban unos tabaquitos. Cuando veníamos le vendíamos el algodón a unas señoras que lo compraban por cantidades”.

Una segunda familia

No fue a la escuela, como muchas niñas de su época. Muy pequeña la tomó una familia de apellido Díaz Echenique. Venían del leprocomio de Caño del Oro, que fue cerrado en 1948. “Tuvieron una tienda. Los señores se encantaron conmigo, porque yo era una buena pelaita y me cogieron; hablaron con mi papá y él les dijo: –Bueno, si les gusta tenerla, bien–”.

Eran otros tiempos. Entregar a una niña a una familia o a una madrina era algo relativamente usual, según nos han contado en distintas historias.

Ellos la bautizaron a los ocho años. A Otilia nunca le importó la lepra que los aquejaba. “Duré con ellos como treinta años, me querían mucho; yo los ayudaba en todo, les lavaba, les cocinaba, les atendía la tienda, iba a Cartagena y allá les hacía la compra. Todo. Y a mí nunca se me prendió la lepra”.

Con los años, los Díaz Echenique fueron muriendo, entre ellos su madrina, y algunos se mudaron al leprocomio de Agua de Dios, en Cundinamarca, el único oficial que se mantuvo funcionando en el país. Otilia guarda con mucho afecto la última carta que uno de ellos le envió desde allá, en 1978.

Aún trabajando con los Díaz empezó su vida de familia a los veintiún años. “El marido mío, Nelson Hernández, tenía una colmena en el mercado de Cartagena; yo le decía que no podía seguir con él porque tenía que atender esta gente acá pues ellos no tenían quien lo hiciera. Que si él podía venir, que viniera; pero si no, no”. El hombre le aceptó el trato y de ahí nació su primer hijo, Javier Hernández, quien ya tiene sesenta años y la segunda, Xiomara Hernández.


Cuando se terminó de ir la familia Díaz, a comienzos de los años 70, en la vida de Otilia ocurrieron dos cosas importantes; empezó vida con Julián Rangel Monterrosa, quien fue el papá de sus otros tres hijos: Rosa Luz, Anelis y Jhon Julio. La segunda fue su vinculación con el templo católico.

El templo es su casa

“La señora Rosalina Molina, colaboró con la iglesia unos sesenta años. Un día me dijo –Negrita, mañana viene el cura, pero usted sabe que yo no sé cocinar, por favor para que esté pendiente y me le haga las empanaditas del desayuno y la comida– Total, que ella siempre me buscaba para los manteles, lavar las cortinas y de ahí en adelante seguí colaborando. Al final ella estaba muy enferma y un cura me dijo –Negrita, ya Rosalina no se pertenece; vamos a dejarte las llaves. Yo confío en ti–”.

Ella vive justo detrás de la iglesia, así que convenía que las llaves estuvieran a pocos pasos. De tanto compromiso con el templo, Otilia dejó el puesto de frutas que tenía al frente de su casa. 

Pero este templo bonito, con su amarillo intenso, inaugurado el año pasado, no es el mismo de su infancia. Ella fue bautizada en el primer templo, que quedaba en el “cuartelillo”, donde hoy está la Policía Nacional. Esa construcción se cayó y la hicieron de nuevo en su locación actual, pero también tuvo sus problemas frecuentes. Rosalina, Otilia y otras feligresas salían a la calle a recolectar entre los vecinos para reparar o construir una cosa u otra.

Otilia agradece ver el templo renovado, mediante la labor del Consejo Comunitario y el aporte de distintas entidades, pero advierte que aún falta por terminar la sacristía y poner por lo menos un baño. 

Así que la labor con el templo sigue, pero no será Otilia quien se ponga al frente. El 31 de diciembre pasado le avisó al sacerdote que iba a entregar las llaves. Ya los achaques no le permiten trapear ni hacer el oficio fuerte que requiere un templo.

El 3 de enero se fue de viaje a Medellín, donde vive una de sus hijas. Quería pasar unos tres meses por allá, pero la repentina enfermedad y posterior muerte de un hermano muy querido le alteraron los planes. Aún está muy apesadumbrada por esa muerte y a eso se le suman los achaques de salud, los exámenes, tratamientos y pastillas.

Aún así, está vital y feliz de vivir la vida, de preparar todas las madrugada el café para tomarlo con Jhon Julio, el menor, que llega de Cartagena a las seis de la mañana; de ir al Centro del Adulto Mayor a encontrarse con viejos vecinos y gente de su generación. 

Sobre todo, de ver crecer a sus nietos y bisnietos. “No creo que alcance a ser tatarabuela porque la primera bisnieta tiene apenas nueve años y no creo que yo llegue a los cien años”, dice. No descarta volver a colaborar en algo de la iglesia, dependiendo de cómo se sienta de ánimo en unas semanas.

De lo que sí está segura es que seguirá en su casa hasta que Dios la llame. Ese rincón santanero es el único que reconoce como propio y de ahí solo quiere salir cuando le llegue el momento.

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La Barulera

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