SANTA ANA: HABLAN SUS MAYORES

¿Cómo es y cómo era Santa Ana, la población más grande de Barú? Una cantaora, un decimero, una pescadora, un conocedor de la medicina natural y una partera nos guían por una historia de transformación, de independencia y, sobre todo, de mucho orgullo por su territorio y su comunidad.

Cande viene desde el fondo de su casa. Es pequeñita y vivaz. Hace rato que pasó de los noventa años. Tiene un ojito apagado por la edad, pero una voz viva que ilumina aún más esta mañana en la que nos sentamos a hablar en la terraza. La misma de la casa que levantó con boñiga y barro hace tantos años que no recuerda cuántos, pero sí que entonces todo era monte y no había ninguna otra casa.

“Me llamo Candelaria Romero Payares. Nací y crecí aquí en Santa Ana, hasta cuando a los dieciocho me fui a Bocachica, donde estuve muchos años cantando.

Antes, cuando era muchacha había muchísimo respeto. Si organizaban un baile venían donde mi mamá para pedirme “prestada”. Tenían que venir a recogerme y devolverme al final”.

Y al llegar a su época de cantante entona con una voz clara y todavía muy melódica casi todo el bolero Deuda, del cubano Luis Marquetti, aquel cuyo coro dice:

No voy a llorar
porque la vida es la escuela del dolor
donde se aprende también a soportar
las penas de una cruel desilusión…

Quien pasa por la vía que atraviesa Barú puede suponer, equivocadamente, que Santa Ana se compone de las contadas calles que desembocan en esa carretera. Pero este es un pueblo más volcado hacia la bahía de Barbacoas, con un trazado de muchas más calles, callejones y barrios que no se perciben desde la carretera. Los cálculos de los líderes indican que la población se acerca a las cinco mil personas.

Las calles más tradicionales son la calle Larga, la de la Coquera y la de las Flores. Son las que aparecen en los registros históricos y las que articulan el resto del trazado. En las orillas de la Laguna de Santa Ana hay un nuevo barrio, con las calles de tierra como eran antes en toda Santa Ana. También con sus problemas ambientales propios y los que genera su cercanía a un cuerpo de agua ancestral. Del otro lado de la carretera principal están creciendo nuevas casas y vecinos.

Cande vive en el sector El Playón. Recuerda que de niña el dinero circulaba poco y que con una moneda alcanzaba para mucho. Un chivo era un centavo. Con ese chivo podía ir donde un vecino para comprar plátano. Hace el gesto de levantarse el vuelo de la falda para recoger un montón. “Todo eso se compraba con un solo chivo. Y hasta sobraba.”. De niña comió venado, guartinaja y toda la fauna que se cazaba en los alrededores.

Ahora, dice Cande -y nos repitieron casi todos los mayores- el comercio y el dinero mandan la parada. El intercambio entre vecinos, que fue tan extendido, se ha ido perdiendo de manera casi definitiva. Lo peor, el dinero que toma tanto tiempo ganar se va en un suspiro. Los precios suben, pero el valor de los billetes baja en la misma proporción.

Más adelante de Cande vive Mimi Díaz, la partera más reconocida de Santa Ana. Se llama Elizabeth Díaz Martinez, aunque le dicen Mimi desde niña. Nació en Bocachica pero se vino enamorada a Santa Ana y aquí se quedó. Aprendió el arte con su abuela, a la que asistió en los partos desde que era casi una niña. Cuando ya era una mujer y a la abuela empezaron a fallarle las fuerzas, esta le dio el empujón para que atendiera ella misma los partos.

Ha perdido la voz, pero no los recuerdos. Se emociona rememorando los tiempos en que recibió con sus manos a centenares de baruleros. Nos cuenta con retazos de palabras que tenía una gran habilidad para detectar partos complicados. Era hábil para recomponer niños que venían en mala posición. La memoria de las manos le ayuda a explicar cómo hacía para enderezarlos dentro del mismo vientre, para que las cabezas se acomodaran en la posición ideal.

Alguien nos cuenta luego la historia de cómo nació Marino Colón. El parto venía complicado. Tanto que era necesario llevar a la madre en lancha hasta Cartagena. Partieron por Barbacoas con la parturienta a bordo y la desesperanza en la orilla: los pronósticos eran malos. Unos minutos después los vecinos angustiados vieron que la lancha regresaba. –¡No alcanzaron!–decía uno. –¡El bebé no sobrevivió!–, se lamentaba otra. Adentro venía Mimi. Marino había decidido nacer en la canoa y ella pudo recibirlo al vaivén de las olas.

Ahora los niños nacen en hospitales. Las parteras han pasado a la historia. Es lo que más se ve en las calles: niños y niñas hasta llegar a la adolescencia. Y también alguna gente mayor.

Mimi atendió su último parto cuando rayaba los sesenta y cinco años. Hoy tiene ochenta y nueve. Sale tan poco que alguien se alegró de saber que aún vive. Habrá muchos niños que la verán desde la calle en su silla dejando pasar las horas en la sala de su casa, donde vive con su hija, pero no sabrán que esas manos recibieron en este mundo a su propia abuela.

Son tiempos bastante más seguros para nacer acá, apoyados en los avances de la salubridad y la medicina. Antes no había clínica ni hospital. Acá ya no se viene al mundo en una canoa, máximo en una ambulancia. En eso se ha mejorado mucho, pero todavía no es suficiente. La mayoría sobrevive a la primera infancia, cosa que no pasaba antes. La curva demográfica de Santa Ana va para arriba. Y eso se ve en sus calles.

José Angel Sarabia aún recuerda y recita de memoria las décimas que compuso en los tiempos de la presidencia de Rojas Pinilla o de Pastrana, el viejo. Lo encontramos en una mecedora al lado de la ventana de su cas en el sector 20 de Julio. Es una mañana de martes. El picó del frente despacha gratis reguetón para toda la manzana. Bajan un poco el volúmen para que podamos hablar con él.

“¡Uy, Santa Ana no se parece en nada a la de antes! Las calles de cuando era niño eran la Larga, la Coquera y la de las Flores. Al final de esa calle una señora tenía un jardín con unas flores muy vistosas. Yo las vi. Por eso le pusieron ese nombre. Luego fueron naciendo más calles y callejones. Yo conocí la iglesia cuando era de tablas. Ahí quedaba el cementerio. Luego lo quitaron. En donde está el nuevo había un poco de árboles. Eso era puro monte”.

“La escuela Santa Ana quedaba donde hoy está el centro comunitario. Yo estudié ahí hasta cuarto grado. No me da pena decir que aprendí a leer y escribir, pero no a hacer las cuentas. La profesora era de Bocachica, pero ya no recuerdo su nombre”.

“Me acuerdo principalmente del respeto con el que nos criaban. Uno salía a la calle y le decía a la mamá. Si ella decía que regresara a las seis, a las cinco ya uno estaba acá. Si uno estaba en una visita y hacía algo malo ella con una sola mirada lo dejaba listo”.

Cuando José Angel creció un poco lo llevaron a Getsemaní, para que lo terminaran de criar los abuelos. Vivió en uno de los callejones de aquel barrio tradicional. A Santa Ana venía de visita, pero si a los diez o quince días no había regresado, los abuelos lo mandaban a buscar.

Santana -como todo Barú y Tierrabomba- tuvo un lazo muy fuerte con Getsemaní. El ancestro de muchas familias de aquel barrio tradicional nacieron acá. En la colonia las canoas navegaban por los caños y los esteros cercanos a la orilla continental para llevar a la ciudad los cocos, el plátano, la yuca, la caza menor y, en gran medida, el carbón y el pescado ahumado. Las calles de Getsemaní eran el primer destino de aquellos campesinos. En la calle de las Chancletas ponían a secar su calzado y al regresar de vender se comían algún sancocho comunitario que preparaban allí. En la calle de las Tortugas vendían los animalitos acorazados que habían capturado aquí. Y entre una cosa y otra muchos se quedaron y fueron la raíz de familias extensas. La sazón de Getsemaní tiene aquí una de sus raíces más robustas.

José Angel regresó ya grande a Santa Ana. Vivió de la pesca y de la agricultura, pero entre una y otra cosa componía sus décimas. “Yo tenía la mente clara, pero ahora no tanto. La voz ya no me da”. Sin embargo se lanza a recitar dos de sus composiciones completas, que le salen como un solo hilo extenso y sin tropiezos:

Ojos al traidor, fuera de camarilla
y de pensamiento podrido
se acabaron los bandidos
pues Lleras está en la silla.

El pobre Rojas Pinilla
un mismo dios sería
que todavía podía ser
cuando fue gobierno
por eso le están diciendo
la verdad que merecía.

Es el comienzo de una de ellas. Lo dejamos con su familia, que lo cuida y le mantiene a tiempo sus comidas, que debe regular por la diabetes. Afuera pronto vuelve a retumbar el picó.

Reinaldo Torres Díaz sabe todo sobre las plantas
de la región y su poder medicinal. Lo aprendió de
su abuela. Un antiquísimo saber que ha pasado de
generación en generación. Nos recibe en el patio
de su casa, en Barrio Arriba, calle del Limón. Era
la casa de la familia, la misma en la que ‘Rey’ nació
y se crió. En la calle del frente creció jugando a la
tablita y al béisbol con bolita de caucho.


El patio está de tiestos con plantas y en cada rincón hay una especie distinta. Cada una con su uso y su preparación propia. “Las que tengo acá son pocas. Todas las que se necesitan están en el monte. Solo es ir a buscarlas.”

Su papá era agricultor: yuca, maíz, arroz. También hacía carbón para vender en el puerto del mercado, en Getsemaní. Le tocó la época de la carga de carbón a quinientos pesos. “A Cartagena se iba muy de vez en cuando. No había carretera sino un camino ancestral a pie que llegaba hasta el frente de Pasacaballos. Uno se demoraba como una hora y allá, pasando el canal, era que uno tomaba el bus para Cartagena. Era un camino angosto pero transitable. Todavía existe, pero los dueños de tierra fueron cerrando el acceso”.


“Cuando crecí combinaba las labores del campo con la pesca. Pescaba de noche desde la orilla. Cogía bastante pescado. En esa época no había electricidad para refrigerarlo. Lo ahumábamos para venderlo en el Mercado Público, en Getsemaní. Las señoras lo organizaban en unas cajitas y lo vendían en la calle, por el lado de la carbonera, porque no tenían derecho a venderlo dentro”.

“Cuando mi mujer regresaba del mercado yo me iba de noche a Pasacaballos. A ellas les daba miedo pasar a oscuras. Los maridos las gritábamos desde esta orilla y entonces ellas pasaban en un botecito”.
Su fórmula estrella es una para las mujeres que quieren quedar encinta. También tiene una de yerbasanta para los parásitos, otra para la gripa, que todavía le compran bastante en el pueblo. Y muchas más.

Rosilda Caicedo Valiente es una muchacha al lado de Cande o de Mimi. Pero a su manera es una voz con experiencia y respeto por parte de su comunidad. Es una pescadora nacida en Bocachica, que vino a los diecisiete años con su marido, Eligio Torres Gutiérrez. Aquí se quedó y a punta de la pesca levantó a sus cinco hijos, que le han dado nueve nietos.

Primero vivieron donde los suegros, en la calle de la Laguna, pero después buscaron su propio espacio, en la calle de La Bomba.

Hablamos en su terraza, en donde se ve algún aparejo de pesca. Recuerda que cuando llegó lo que se veía era puro monte y que había más de doscientas reses en la hacienda del otro lado de la carretera, la del ‘Mono’ Guerrero. Aún hoy se ven pastando algunas pocas por allí. Madrugaba con su marido a las tres de la mañana para recoger la boñiga caliente. La necesitaba para mezclarla con barro y levantar las paredes de su casa. Como muchos la requerían para lo mismo, había competencia. La calle nació al lado de una laguna, en el camino por donde se pasaba para ir al lote a ordeñar las vacas. Hoy es una calle consolidada, con casas a lado y lado.

Pocos niños santaneros creerían que levantar paredes con boñiga y barro fue una tradición centenaria que sobrevivió hasta hace tan poco como treinta o cuarenta años. Ya no se ven casas así. Queda una que otra de tablitas. Lo que sí se ve por doquier es casas en reforma. Como los animales que mudan de piel, muchísimas casas de Santa Ana se han ido transformando en las últimas décadas y dejan ver las huellas del proceso. Es común ver nuevos cimientos, paredes derrumbadas al pie de otras nuevas que las reemplazan. Se ven obreros, materiales en la calzada, vecinos que están pintando o haciendo un retoque.
Mucho tiene que ver con planes de mejoramiento de vivienda liderados por algunas fundaciones. También con la nueva economía del turismo. Muchos recuerdan la llegada del hotel Decamerón como una buena fuente de empleo, que antes no había. Y está Playa Blanca, donde muchos santaneros tiene alguna ocupación o negocio para los visitantes. Y también los nuevos desarrollos inmobiliarios y hoteleros, que requieren mano de obra.

mejores tiempos alcanzó a juntar hasta una tonelada de camarón con su propio boliche en un par de jornadas. El kilo de cola se vendía a quince mil, con sus altas y bajas en el precio. De coger mucho pargo y róbalo se ha pasado a la cojinúa, la anchova y el ‘barbuo’. Eran otros tiempos. Aquí la pesca es un asunto ancestral. Sus hijos, por ejemplo, siguieron con la tradición. Se pesca desde joven, con alegría, como una práctica que se le ve a los mayores. Y el arte tiene mucha historia, tanta que la contaremos en otro artículo.

Hoy es día de graduación. En la calle del Colegio, la principal que conecta desde la carretera hasta la plaza se ve a las orgullosas mamás vistiendo sus mejores galas. Las niñas, con sus uniformes impecables, las medias blanquísimas y unos peinados muy bonitos. Es un día especial. Habrá fiestas y buenas comidas en muchas casas. Las vacaciones se respiran en el aire. ¿Qué harán estos incontables santaneros que están comenzando a abrir los ojos a la vida? ¿Se mantendrán aquí cuando vayan creciendo? ¿Querrán? Más importante aún: ¿podrán hacerlo?

A la voz de los más viejos, y de muchos otros vecinos la respuesta es que sí, pero con una simple condición. El santanero es orgulloso de su tierra y de su ancestro. No hay tantos foráneos como en la gran ciudad. El crecimiento se explica en buena medida por los propios nativos, que han permanecido. La sensación general es que el desarrollo inmobiliario, el turismo, la pesca y la sostenibilidad ambiental pueden ser la clave, siempre y cuando los beneficios se repartan mejor; que alcancen para todos. Así de simple.

“No creo que en unos años ocurra una migración de ellos para buscar un futuro. Siempre y cuando los capacitemos. El desarrollo de Barú para sustentar a las más de cinco mil personas que hay aquí porque ya hay empresas y tenemos el turismo”, nos resume el historiador local Edgardo Pacheco, quien en el siguiente artículo será nuestro guía en el relato sobre la historia de Santa Ana.

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La Barulera

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