UNA HISTORIA ORAL DE SANTA ANA

La historia no solo se escribe en la academia, sino también en las calles. Cada comunidad tiene sus relatos que perviven de generación en generación. Santa Ana tiene a su propio narrador, uno que ha bebido de esos relatos comunitarios, de mucho estudio y de lo que él mismo ha visto y vivido desde su infancia, cuando las calles eran de tierra.

“Mi nombre es Edgardo Pacheco Polo. Para hablarles de Santa Ana me iré a la época de la Colonia, cuando todavía éramos esclavos de los españoles. Fuimos traídos del África a esta región. El territorio santanero se conformó en tres haciendas, dirigidas por los españoles y trabajada por los noventa y nueve negros que ellos trajeron”.

“En 1774 el 10 de noviembre, vino un español contratado por el gobernador, que le dijo —Vaya a la península de Cartagena y fúndeme a las comunidades que están alrededor-. Ese español, de nombre Antonio de la Torre Miranda, comenzó con las tres haciendas, que tenían el mismo nombre -Santa Ana- y fundó el pueblo llamándolo igual. Miranda trazó dos calles: la Larga y la de la Coquera. En las haciendas vivían 610 habitantes que conformaban 110 familias, según un censo que hizo Antonio de la Torre”.

“La historia va diciendo que en la Independencia los españoles abandonaron a Barú y los negros quedaron asentados en las tres haciendas. Los negros estaban dentro del territorio, pero todavía no era de su propiedad. Entonces, el 12 de mayo de 1887 compran las haciendas, que aún eran propiedad de una española llamada Virginia V. de Rebollo. Ella se las había comprado cinco años antes, en 1882, por 1.200 pesos a dos hermanas, también españolas llamadas Margarita Bonoli y Juana Bonoli de Paz. Los negros compran la totalidad de las haciendas por 2.400 pesos. El doble de lo que había pagado la señora Vélez”.

África en las venas

“Esas fincas eran totalmente para agricultura de consumo propio porque entonces no había mayor comercialización: maíz, yuca, patilla, frijol, y diferentes productos. Además, la pesca era mayoritaria sobre todo en Barbacoas, que no es una bahía natural, pues era un mar grande como el de Playa Blanca, pero esa es una historia para otro día”.

La historia no solo se escribe en la academia, sino también en las calles. Cada comunidad tiene sus relatos que perviven de generación en generación. Santa Ana tiene a su propio narrador, uno que ha bebido de esos relatos comunitarios, de mucho estudio y de lo que él mismo ha visto y vivido desde su infancia, cuando las calles eran de tierra.

“Después de la compra, los negros siguieron usando los territorios como dueños y lo siguen habitando hasta la presente porque somos propietarios por una escritura. Pero hoy en día los grandes abogados le dan otra interpretación. Todavía la Corte Suprema no la ha podido tumbar y seguimos siendo dueños de las haciendas Santa Ana. Ahora no tenemos las dos calles de antes, sino que hay más porque la población está más crecida. El 90% de aquí es negro. Somos afrodescendientes y mantenemos la cultura del África. Hay un poquito de otras razas y culturas que han traído sus costumbres, pero no han podido desenraizar la cultura africana”.

“El terreno que cubre la compra del siglo XIX corresponde en buena medida a la parte urbana; la mayoría de las viviendas son de esa descendencia. Pero de la parte rural interna, que era de la comunidad, hemos perdido bastante territorio. Esto por unas ventas ilegales de los ancestrales que las vendieron sin ningún fundamento y los compradores no pueden sustentar cómo la adquirieron. Llegaban, que te compro y te vendo y los negros mantenían la palabra de que vendieron”.

“Últimamente la descendencia como la nuestra, que hemos adquirido otros conocimientos, comenzamos a averiguar por qué mi padre, madre o mi familia se deshicieron de este territorio y cómo lo adquieren los, hoy en día, propietarios. Estamos hablando de lotes de terrenos donde se están desarrollando algunos proyectos, que son los grandes líos de tierra que hay en Barú. Ahora estamos en la Corte Suprema, pero con un debate que viene desde el Congreso, porque los ricos de por acá no nos han dejado territorio de desplazamiento a nosotros; hay caminos ancestrales donde transitábamos y los ricos se los tienen apoderados. El debate en el Congreso es que tenemos territorios baldíos que son nuestros, aunque hoy estén en tenencia de otras personas. Ya estamos congregados en un Consejo Comunitario contemplado de la ley 70 de 1993, que rige las negritudes. Estamos reclamando un territorio para titulación colectiva. Es un paso gigantesco que tenemos que dar”.

“Tras la Independencia, Cartagena cayó en un declive porque ya no venía la plata de la corona y dejó de ser el centro y perdió mucha población a lo largo del siglo XIX. Eso, por supuesto, también afectó a esta zona. Luego había mucho comercio que entraba desde Colón y Panamá. Más adelante los turcos se dieron cuenta de que había esa riqueza, pero se fueron movieron por la región y llegaron hasta el mercado de Maicao. Eso afectó a los de la isla de Barú porque dejó de entrar ese comercio. Cartagena también resultó afectada porque todo ese contrabando, que antes ayudaba a mover la economía de la ciudad, empezó a entrar a Colombia por Barranquilla y La Guajira”.

La historia no solo se escribe en la academia, sino también en las calles. Cada comunidad tiene sus relatos que perviven de generación en generación. Santa Ana tiene a su propio narrador, uno que
ha bebido de esos relatos comunitarios, de mucho estudio y de lo que él mismo ha visto y vivido desde su infancia, cuando las calles eran de tierra.

Cuando diez pesos valían

“En el siglo pasado había una relación con el Mercado Público de Getsemaní por el pescado ahumado, el carbón, patilla, la yuca y el maíz, que comercializábamos a través de embarcaciones que iban por los caños internos de la bahía. Esas barcas de carbón llegaban a La Bodega de Salomón -de apellido Ganem-, quien compraba nuestros productos y los revendía. Había botes que tenían el señor Horacio o el señor Cándido que de regreso traían surtido para las dos o tres tiendas de Santa Ana, como las de Manuel Díaz y la del señor Colón”.

“Al comienzo la comida era comunitaria y esa buena costumbre de intercambiar y darse los productos o darlos muy baratos perduró hasta hace unos cincuenta años. Nací en el 58. Conocí la moneda del ‘chivo’, que era un centavo. Después era el centavo propiamente dicho y luego cinco pesos que era una monedita de cobre, después vino una moneda de diez pesos. A mi familia con esos diez pesos le alcanzaba para todo. A mi padre por una jornada de trabajo le daban 25 pesos, por tirar hacha o tirar machete. Eso se lo daba a mi mamá e iba a la tienda y compraba “Dame cinco onzas de azúcar, un kilo de panela y un kilo de arroz”. Eso eran cinco pesos. Una época dorada que había acá. La economía se veía entonces, porque ahora uno agarra una cantidad de plata y no le alcanza para nada”.

“Tuve la oportunidad de ir a Cartagena cuando mi madre murió, en 1970. Cuando llegué a trabajar en un almacén grande del mercado del Arsenal, me pagaban 25 pesos diarios, o sea 750 pesos mensuales. ¡Y yo qué no hacía con esos 25 pesos! Iba a cine, a comer y a estudiar porque eso era plata. Incluso tuve la oportunidad de comprar un solar en Ternera o San Fernando, que eran baratos, pero nunca le di importancia a eso”.

De surtir a comprar

“En la medida en que íbamos perdiendo territorio también íbamos perdiendo la manera de vivir de lo que producíamos. Hoy en día el campesinado acá es prácticamente nulo. Casi todo el producto que entra es traído de Cartagena. Anteriormente cuando existía el producto local uno aquí no necesitaba que el vecino le diera una patilla o una yuca porque uno también tenía. Mi padre hacía una troja cada año. Eso era como hacer un pequeño edificio de puro palo y allá arriba él montaba el maíz. En la época de verano uno subía y alcanzaba una cuartilla de maíz, que se desgranaba y pilaba; así quedaba el maíz limpiecito para hacer el bollo de la casa. Muchas veces la familia no alcanzaba comerse el maíz de las trojas en todo lo que duraba el verano. Ese producto se quedaba ahí. La yuca que sembrábamos en el año también se iba quedando sin consumir. Para esta época de diciembre y enero, le decíamos ‘yuca vieja’. Las tronchábamos y las volvíamos a sembrar”.

“Incluso el pescado, que antes se llevaba para vender a Cartagena, ahora se trae de allá porque el que se captura aquí no alcanza ni para el diez por ciento de la población. Y como el de allá viene caro, el pescador de acá también lo vende caro. El galón de gasolina le cuesta diez mil pesos y cinco mil las cubetas. Para hacer una jornada de pesca tiene que hacer cinco o seis kilos de pescado y venderlo en diez mil pesos el kilo para sacarle algo. Anteriormente uno salía a la bahía de Barbacoa, tiraba el anzuelo o la manta y capturaba peces. Ibas al puerto y cualquier bote te daba la liga: —Toma, toma lleva pa’ tu casa— Hoy en día no. Y uno entiende que si hacen pesca es por necesidad, pero antes era por cultura. Las señoras iban al puerto a comprar el pescado para ahumarlo y en la mañana temprano iban a Cartagena al Arsenal para venderlo. Pero era porque antes había bastante pescado y esas señoras han muerto”.

La Santa Ana del futuro

“En lo que a mí respecta, que soy líder comunitario desde el 91, cuando vino la Fundación Santo Domingo y luego como presidente de la Junta de Acción Comunal, mi visión siempre ha sido que nos convirtamos en un polo de desarrollo sostenible, pero hasta la presente no se ha dado esa oportunidad”.

“Si seguimos así y no tenemos apoyo de los proyectos que ahora se están adelantando en la isla de Barú, seguiremos siendo la pobre Santa Ana. Ahora tenemos el objetivo de tumbar la iglesia y hacer una nueva. Cuando la vea, será para mí un regocijo porque lo que quiero es que como comunidad avancemos y busquemos ese verdadero desarrollo sostenible, que es lo queremos todos.

Pero para llegar ahí necesitamos el apoyo de los grupos económicos que están aquí, ¿qué hacen ellos desarrollando sus terrenos y sus proyectos, pero no a la comunidad? Eso es actuar mezquinamente”.

“Pero con ese apoyo y el de las ONG que ya están aquí, yo visionaría en diez años a una Santa Ana diferente; las calles pavimentadas, alcantarillado, educación. Ya no una clínica pequeñita sino un hospital. Ya no tener solo colegios, sino una universidad. Nosotros no queremos que nuestros hijos se proyecten para ser meseros, sino para ser administradores de los proyectos. Hoy en día somos empleados, pero queremos ser desarrolladores de los proyectos. Para eso necesitamos educación. Si no encontramos quien la impulse, un bachiller que salga de nuestras instituciones y no tenga una universidad al alcance físico y económico, correrá para la playa o para otro lado y no seguirá capacitándose”.

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La Barulera

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